viernes, 10 de agosto de 2012

DESCANSAD AHORA ENTRE...

(… ¿Hace cuánto tiempo que no piso este embarcadero?, Dios, mio… la ultima vez que he estado exactamente aquí hará ya 20-25 años… Todo sigue igual, las mismas rocas, la misma agua cristalina, los niños y los jóvenes gritando en el momento de saltar al agua, chicos que empujan a las chicas que les gustan al agua, etc. También contemplo cómo algunos chavales saltan al agua desde alturas imprudentes de las cuales nunca le dejaré a mi hijo saltar. Esto sólo se entiende cuando uno se está haciendo viejo o se es padre. Todo sigue igual…)




Me zambullo en el agua, buceo y recojo algo de arena del fondo, ahora a la superficie… Pero ahora cuando salgo y miro al embarcadero veo a mi familia, a mi mujer embarazada y a mi hijo Unai. Antes, muchos años atrás, hubiese visto a mis amigos, a mi cuadrilla, haciendo “el gamba”… No,... no todo sigue igual.

 - Eh gizon, itxi lekue mesedez! ¡Eh..., señor… déjeme sitio por favor! – me dice un chico.

Yo me vuelvo, y me pregunto a quién se lo dirá, me mira a mí, ¡no puede ser, me lo dice a mí! ¡Señor…, me ha llamado… señor!
Mi hijo me mira perplejo y me pregunta cómo demonios he podido coger arena del fondo. Le parece algo imposible y aunque no presenta ninguna dificultad y él ya sabe nadar, eso le queda aun muy lejos. Y en el agua, me doy cuenta de que el entorno es exactamente igual al que yo recordaba pero los pequeños detalles marcan la diferencia, porque a veces los detalles lo son todo, lo cambian todo. El paisaje es el mismo pero los personajes han cambiado.

Ahora doy unas brazadas y me alejo un poco. La natación nunca ha sido mi punto fuerte, en gran parte porque me enfrío muy pronto. En la playa soy de los que antes de entrar al agua ya esta saliendo. Me relajo, me tumbo, miro hacia el cielo, 15 segundos y vuelvo a acercarme al embarcadero.

Mi hijo salta al agua, me agarra fuertemente y me pregunta si podemos ir nadando a una roca que está unos cinco metros de donde nos encontramos. ¡Claro que sí!- le respondo. Llegamos pero algunas olas nos impiden agarrarnos a alguna roca, algún saliente que nos permita subirnos a la roca. Las olitas nos golpean, nos mueven hacia aquí y hacia allá, poca cosa pero suficiente para imperdirnos subir. Como resultado de este vaivén y de que tengo a mi hijo agarrado con una mano y con la otra intento estabilizarme, trago un poco de agua. Ante esto decido anular la misión y volver al embarcadero. Aquí acaba la historia.

Aquí acabaría la historia sino fuese por un pequeño detalle. Durante esos segundos, entre el mini-oleaje, el tragar el agua y la vuelta, no más de diez, por momentos volví 100 años atrás. Mi subconsciente me llevo un siglo atrás, al mismo mar en el que ahora nado, a estas aguas cristalinas que entonces no lo fueron tanto, a esta tranquilidad que entonces fue un infierno. Me trasladé por momentos a la galerna de 1912 y a lo que tuvieron que pasar aquellos valientes y extraordinarios hombres, frente al mismo mar en el que yo ahora me divierto con mi familia. Salvando las distancias, me imaginé a mi mismo intentando aupar a mi hijo a un barco o a un mástil roto. Me veía intentando salvarle la vida como lo harían los marineros de la época en aquel mar enfurecido y dispuesto a cobrarse la vida de tantos buenos y humildes hombres. Yo pude darme la vuelta pero ellos no pudieron. Lo mio fue un teatro, una anécdota infantil pero lo de ellos no. 


 




Es curioso qué cosas recordamos y en qué momentos.

Este fin de semana se cumplen 100 años de la galerna. Está claro que en mi subconsciente o en algún lugar muy dentro de mí, aunque no los haya conocido, no los olvido.



Descansad ahora, marineros, pescando en medio de aguas tranquilas y cálidas brisas.

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