sábado, 21 de marzo de 2015

A TRAVES DE MIS OJOS...


Cuando me preguntan cómo empezó mi afición a las carreras por etapas, a esto de correr en condiciones extremas, en diferentes lugares del mundo, o mi amor a la naturaleza y la aventura, en general, suelo remontarme allá por el 2003… Suelo responder diciendo que todo empezó con la bici de montaña. Que mediante la MTB descubrí la montaña y sus riquezas y que aquello me enganchó, me atrapó y que de ahí viene mi amor actual a lo que hago.

Pero esta es mi respuesta breve.

Por aquellos años, sufrí el florecimiento de un amor a la montaña, que luego, con los años se ha convertido en pasión. La bici me ayudó a sentir la montaña, a dar los primeros pasos. Luego vinieron las zapatillas de montaña, las carreras y todo lo demás.

Pero ¿es el 2003 el origen de ese amor…?

No. Indudablemente, no.

El origen está mucho más atrás. Y de esto me he dado cuenta no hace muchos años. Los años de la MTB, ese periodo, fueron años en los que la flor empezó a brotar, el tallo fue cogiendo fuerza pero todavía no sobresalía demasiado de la tierra. Aún era débil y nadie sabía con certeza en que iba a quedar…

Pero la semilla se puso antes, mucho antes…

Tengo el recuerdo de mi padre sentado en la cocina de nuestra casa ojeando libros y revistas de naturaleza. Yo por aquel entonces, adolescente, años de instituto y con el baloncesto como única preocupación. Vivía por y para el baloncesto. Soñaba con ser un gran jugador, idolatraba a Michael Jordan, le copiaba, imitaba… En fin, qué gracia me da ahora. Por eso, cuando me levantaba a las mañanas para ir al instituto y veía a mi padre cada día con un libro diferente, pero siempre con un tema en común, la naturaleza, los animales, el mundo en general, pensaba… ¡que aburrimiento, cómo se puede estar a las 7:30 a.m. leyendo revistas de animales! o ¡Siempre lo mismo!, ... A los mediodías, era un fiel seguidor de los documentales de TVE y sobre todo le apasionaban los documentales de temas invernales; osos polares, cabañas perdidas en el bosque, renos… La vida en la nieve. En fin, no sé si os va sonando de algo… 







Aunque han pasado casi 16 años, cierro los ojos y veo a mi padre con claridad. Le veo con su ropa de estar en casa, sentado, leyendo, observando, disfrutando con las fotografías y por qué no, soñando si algún día podría vivir experiencias como las que vivo yo hoy. 


Desgraciadamente, su vida iba por otros derroteros. No tuvo la suerte que he tenido yo, que tengo yo. Tuvo que dejar de estudiar muy jovencito a causa de un accidente grave de mi abuelo (se fracturó las dos piernas cayéndose del astillero de Bermeo). Este accidente impidió a mi abuelo trabajar durante muchos meses. Mi padre dejó los estudios y se fue a la mar. Mi madre me dijo en una ocasión que mi padre se justificó delante de mi abuelo diciendo que no tenía ningún interés en estudiar, que quería trabajar.

Lo dudo.

Años más tarde mi padre sacó los títulos correspondientes para navegar en aguas mayores, de patrón. Una persona tan interesada en aprender de la naturaleza, de los animales; una persona con una revista, libro o enciclopedia en las manos… no puede odiar los libros.

También le recuerdo en esa misma cocina con un cigarro en la mano. O viendo los documentales con un cigarro… ¡maldito tabaco! También recuerdo su tos, una tos que ahogaba, que le costaba recuperar la respiración… Aún conservo el paquete de tabaco y el mechero que poseía mi padre el día en que murió. Lo tengo aquí al lado, en una estantería, lo miro mientras escribo, ¿por qué lo tengo? No lo sé.

Ese amor que sentía mi padre por la naturaleza me lo transmitió a mí. De manera inconsciente. Fue una semilla que se instaló en mi cerebro, en mi corazón. Algo pequeño, en estado latente. Pero que con el tiempo, con los estímulos apropiados, fue germinando. Yo no me daba cuenta pero la semilla ahí estaba. Cuando mi vida como baloncestista dio a su fin, quizás… y sólo quizás, la semilla consideró oportuno empezar a crecer, a moverse. Es posible que mi padre, decidiese dar un pequeño empujoncito desde allí arriba, regar la zona y ver lo que ocurría… 







Necesito correr, necesito ese contacto con la naturaleza, necesito soñar. Necesito ir a los lugares que voy porque mi padre viene conmigo, hablo con él durante las etapas, sé que me espera detrás de cada recoveco, que disfruta de la carrera tanto como yo, que mis ojos son los suyos, que mis piernas son las suyas.

De esto estoy seguro.

¿Cómo lo estoy? Es fácil. Porque cada vez que pienso en ciertas carreras o lugares me viene él a la cabeza y pienso: ¿Aita, jungo gara hona? ¿Aita, vamos aquí?

Y él sonríe.

Esta es la respuesta sincera a la pregunta del principio. 

 

 

 

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