martes, 29 de septiembre de 2015

MIS MONTAÑAS, MIS BOSQUES

A veces, suspiro y pienso: 

- ¡Otra vez a entrenar por los caminos de siempre. Otra vez a correr por los montes de siempre!Me aburre sólo de pensarlo. Me desespero. Pero termino saliendo. Siempre salgo, con más o menos ganas. Porque sé que se me va a pasar.

Conozco al dedillo los montes, los senderos, pistas, barrios rurales… que tenemos cerca de mi pueblo, Bermeo. Sollube, Burgoa, Katillotxu, Garbola, Tribis, Agarre… ¡Llevo tantos años correteando por ellos, miles de kilómetros, cientos de horas…!

Hay montañas más bonitas.

He tenido la fortuna de correr por algunas cadenas montañosas de gran belleza, como por ejemplo, Los Alpes. ¡Qué montañas! ¡Qué belleza! ¡Qué paisajes! El Himalaya no lo conozco. Pero poca explicación necesita la cordillera más alta del mundo. Los gigantes habitan en él. También en el Karakorum, que se me olvidaba… Una palabra me viene a cabeza cuando observo imágenes del Himalaya: Majestuosidad. Montañas que acarician el cielo.






















También, están los Andes y las Montañas Rocosas. Aunque he visto cantidad de fotos de ambas, mis zapatillas nunca han pisado sus tierras. Algún día lo harán, igual que el Himalaya.

Bueno, cientos de lugares que en un concurso de fotografía de montaña quedarían por delante de mi Sollube, Burgoa… No se pueden comparar. No sería justo. Unas son montañas con mayúsculas y las mías son, simplemente, “montañitas”, “montañas de juguete”.

Pero el sentimiento que tengo hacia mis montañas, son parecidas a las que puede tener un padre o madre hacia un hijo.

Creo que casi todos nosotros somos conscientes de que nuestros hijos, probablemente, no sean los más guapos del mundo. Nosotros sí que los vemos de esa manera porque los queremos, son nuestra vida pero objetivamente, sabemos que hay niños más guapos. Pero nos importa un pimiento. Nuestro amor va por otro lado. A veces, nos desesperamos con ellos, nos ponen de los nervios y estamos al borde de perder la paciencia… pero son nuestros hijos y los queremos tal y como son, aunque no sean los más bonitos, ni los más listos del mundo. Los queremos con todas su imperfecciones, con esas rarezas que les hace especiales. Los queremos tal y como son… y en un futuro también lo harán con nosotros. 























Este amor es el que tengo hacia mis montañas y mis bosques. No sé si he sabido explicarlo bien o si la comparación ha sido acertada. 

He vivido muchas cosas correteando por mi entorno. Alegría, tristeza, he corrido para olvidar y he corrido para recordar. He solucionado problemas sobre la marcha y me he dado cuenta que estaba metido en otros mientras entrenaba. He llorado, y mucho, y he reído, mucho también… Me he lesionado, me he arañado, caído, me he perdido… pero siempre he sabido dónde estaba. Me he desesperado y he maldecido… e incluso he rezado, y no solo una vez. Es decir, he vivido en ella.

Por eso, no me importa que mis montañas no sean las más bonitas ni las más altas del mundo. Sus pistas no son de postal pero no me importa. Las quiero así. Me permiten entrenar, respirar, correr, volar… y sobre todo soñar. Permiten a mi familia adentrarse en sus bosques y jugar, relajarse. Me emociona ver a mis hijos desenvolverse sin miedo en ellas. Con respeto pero sin miedo. 






Preparo mis carreras en mis montañas, a través de sus bosques. Siempre lo he hecho. Desde el calor del Sahara hasta el frio de la Antártida, todo lo que he hecho lo he entrenado en ellas. Por eso, ¿cómo voy a renegar de ellas, si me han permitido cumplir mis sueños? Y aun los que me quedan por cumplir.

Quería compartir este sentimiento con vosotros. No voy a realizar ninguna corrección en el texto. Las cosas del corazón deben decirse así… sin más, como vienen. Y así lo he hecho yo.

Miro desde la ventana el salón y veo a mi Burgoa, en la oscuridad. Ahora mismo podría salir de casa y en 5 minutos estaría en la naturaleza.

Por eso, haciendo mención al primer párrafo del post… a veces me desespero sólo de pensar que tengo que volver a correr por los senderos de siempre. Pero se me pasa y me digo: ¡Qué afortunado soy!

Un abrazo.







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